Mis recuerdos de la clase de educación física en la primaria, secundaria y prepa se resumen a una imagen: yo, sentada en el patio, junto a alguna amiga o amigas.
Cuando de formar equipos para jugar básquet o futbol se trataba, era la última en ser elegida. Tod@s sabían que el deporte y yo no éramos precisamente buenos amigos. Es más, le tenía pavor a los balones. Y de correr, ni hablemos. Apenas caminaba unos 30 metros y empezaba con un “dolor de caballo” insoportable. De hecho, muchas veces mis profesores me mandaron trabajos de investigación, o hasta maquetas, para no reprobar, pues se dieron cuenta que era un caso perdido.
Mis papás tampoco destacaron por ser las personas que más se ejercitaban en la vida. Ah, pero eso sí, mi papá cada que tenía oportunidad me decía “ponte a hacer ejercicio”. Yo creo que de ahí mi odio a cualquier actividad física, excepto la danza.
Durante muchos años, lo único que hice fue practicar ballet, jazz, danza árabe e intentos frustrados de ir al gym con mi hermana. Me acuerdo perfecto que cuando llegábamos al gym, el instructor nos ponía una rutina y yo me hacía súper wey mientras la pobre de mi hermana sudaba la gota gorda, y, en cuanto me era posible, encontraba un pretexto y la dejaba sola en la misión.
Claro, eso sí, me sabía todas las dietas, la de la sopa milagrosa, el jugo de las estrellas, de las manzanas, Pronokal, kot, asteriscos y varios etcéteras. Sí, me encantaba estar “en forma”, pero de manera fácil y rápida.
Así, hasta que llegaron los 30, esa edad que veía tan lejos en mi calendario, pero finalmente me alcanzaron y con dos hijos. Un día desperté con el gusanito y fui con un coach, me puso una dieta y una rutina de gimnasio. Pequeño problema, las pesas me parecían de lo más aburrido del mundo, pero ya estaba en el camino y debía intentarlo.
Para mi sorpresa, todo se fue dando fácil y en menos de tres semanas ya esperaba ansiosa la hora de ir al gym. Claro, el comenzar a ver resultados motiva, y mucho. De repente, platicando con una amiga, salió la idea de inscribirnos a una carrera. No sé si fue el ver numeritos que se iban sumando en la app de Nike+, el querer liberarme o qué, pero me dieron ganas de correr. Empecé con 3 km, haciendo pausas, seguí con 4, sin parar, y después, 5 consecutivos.
Una noche le mandé mensaje a mi amiga “¿y si nos inscribimos a una carrera?”. Aún no me contestaba y yo ya había dado de alta nuestros datos en la página de Bonafont. A los dos días, nos inscribimos también a la de Huellas y decidimos que así comenzaríamos nuestro 10 de mayo.
Para mí, un reto en toda la extensión de la palabra. No sólo se trataba de recorrer 5 km sin parar en la calle, donde nunca lo había hecho, sino de demostrarme a mí misma que era capaz de cualquier cosa que me propusiera, por imposible que sonara para mis límites y con mis antecedentes.
Mi despertador sonó a las 5:15 de la mañana después de una noche de múltiples despertares. Lo apagué, me quedé 5 minutos más mirando el reloj, con miedo, pero mucha emoción.
Ver a personas vestidas igual que tú caminar hacia un mismo punto de partida es una sensación indescriptible, el ánimo se contagia. Todos de rosa, calentaban en diferentes puntos, de distintas maneras, toda la gente a nuestro alrededor se veía segura, confiada, comentando sus tiempos. Nosotras sólo teníamos claro que queríamos llegar a la meta, sin importar el tiempo o la forma. “Aunque sea en el camioncito, pero llegamos”. Sólo se trataba de dejar huella.
Dieron el banderazo de salida y pensé “¿qué estoy haciendo?”. Los primeros metros fueron más que pesados para mí. ¡Vaya que es diferente correr en banda! No sé si por la emoción colectiva y el ver a la gente pasar a tu lado imprimes velocidad a tus pasos, pero mi aplicación apenas marcaba 28 metros y yo ya quería que eso acabara. Respiré, decidí bajar un poco la velocidad y disfrutar hasta donde pudiera.
Cerca de los 3 kilómetros, ya me había mentalizado para caminar, pero se cruzó en mi camino un chico corriendo en muletas, con una pierna, y me inyectó energía hasta el 4, cuando vi la meta de lejos y juré que estábamos a punto de cruzarla, pero, para mi sorpresa, aún faltaba bastante tramo por recorrer. En todo el trayecto, volteaba a ver de reojo a mi amiga y su entereza y seguridad me daban ánimos para seguir. Sin duda, ella fue clave para que cumpliera mi reto.
38 minutos fue lo que nos llevó correr 5 kilómetros, quizá muchísimo para cualquier corredor experimentado, pero para mí representó satisfacción, triunfo, alegría, emoción e inyección de energía.
A partir de ese día, los tenis se volvieron parte indispensable de mi clóset.